Durante mucho tiempo nos enseñaron que, si algo duele, es porque está roto. Que, si algo en nosotras no encaja, hay que ajustarlo. Que, si sufrimos, es porque algo está fallando en nosotras.
Y así, pasamos años y años tratando de “repararnos”. Corrigiendo lo que sentimos. Pulimos la emoción, escondimos la intensidad, disfrazamos la diferencia con máscaras que nos protegieran de la mirada del mundo.
Pero hay un momento en el camino —a veces silencioso, a veces desgarrador— en el que comprendemos que el alma no necesita ser reparada. No porque no haya dolor, sino porque ese dolor no es el síntoma de una avería, sino de una historia. De un trayecto. De una manera única de habitar la vida.
El alma no es una máquina. No se arregla ni se mejora. El alma se reconoce. Y reconocerla significa detenerse. Mirarla sin juicio. Reconocer su forma singular de percibir, de sentir, de crear vínculos, de buscar sentido. Su conjunción indisoluble, innata y brillante. Reconocer el alma significa validar los silencios, las contradicciones, las heridas que aún arden, las emociones que no responden a la lógica. Reconocer el alma, es decir: “no estoy rota. Estoy viva.”
Es comprender que muchas veces lo que nos duele no nace de dentro, sino de haber vivido demasiado tiempo en un entorno que no entendía nuestra sensibilidad, nuestra intensidad o nuestra necesidad de profundidad.
Por todo esto, sanar no supone volver a ser quien eras antes. Sanar es, por fin, poder ser quién has sido siempre. A pesar de tu historia, a pesar de tus heridas… tu esencia.
Por eso, cuando acompaño procesos, no lo hago desde la idea de “arreglar” a nadie.
No creo en los modelos que nos clasifican, simplifican o adaptan a lo que se espera.
Creo en la escucha profunda, en el permiso para ser, en la espiritualidad que no impone respuestas, sino que acompaña el silencio.
Por eso decido trabajar con mujeres que sienten diferente. Con profundidad. Que se han sentido muchas veces fuera de lugar, sin entender qué les estaba pasando.
Con mujeres neurodivergentes, intensas, sensibles, fuertes.
Y desde ahí, abrimos un espacio donde no hay que demostrar nada, ni arreglar nada, ni ocultarse. Todo lo contrario. Mostrar, ofrecer, validar. RECONOCER. Y desde ese nuevo y pleno lugar recobrar el sentido, resignificar la vida, y existir desde la verdad, la aceptación y el placer.
Porque tu alma ya tiene lo que necesita. Solo necesita que tú la veas.