La neurodivergencia ha sido históricamente leída desde dos polos aparentemente opuestos: la discapacidad y el don. Por un lado, se reconoce que muchas personas neurodivergentes—autistas, con CDAH, altas capacidades intelectuales, entre otras—han sufrido, y siguen sufriendo, exclusión, falta de comprensión y un profundo desgaste al intentar encajar en un mundo que no está diseñado para ellas. Por otro lado, cada vez más voces emergen desde los movimientos de neuroafirmación para poner el foco en el valor, la belleza y la riqueza de las formas diversas de percibir, sentir, pensar y estar en el mundo.
Pero entre estos polos existe una realidad compleja: una persona neurodivergente puede ser, a la vez, brillante y estar sufriendo; puede tener dones extraordinarios y no poder pagar el alquiler; puede tener una sensibilidad única y, al mismo tiempo, vivir con ansiedad o burnout crónico por la falta de adaptaciones.
Entonces, saber si es una discapacidad o un don, ¿Depende de la persona? No. Depende del contexto. Por lo tanto, como cambiar el contexto es un proceso lento, la neurodivergencia puede ser ambas cosas a la vez.
Pero también es cierto que incluso con apoyos, muchas personas neurodivergentes enfrentan retos reales: dificultades para mantener la atención, regular emociones, comprender los códigos sociales, sostener vínculos o adaptarse a ritmos laborales rígidos. Invisibilizar esta dimensión bajo discursos simplistas como «es un superpoder» o «todos somos diferentes» puede ser tan invalidante como patologizarlo todo.
Este debate también atraviesa el valor del diagnóstico. Muchas personas, sobre todo mujeres, llegan al diagnóstico tras años —o décadas— de sentirse diferentes, extrañas, incluso defectuosas. Nombrar lo que pasa puede ser una herida… pero también un alivio, un cierre de ciclo, una brújula. Puede ser el primer paso hacia la reconstrucción de una identidad más auténtica.
No se trata de etiquetar por etiquetar, ni de hacer del diagnóstico una identidad cerrada, pero sí de reconocer que en contextos donde hay opresión, nombrar es una forma de existir, y diagnosticar una forma de reclamar un lugar. El diagnóstico puede habilitar adaptaciones, comprensión en la familia, paz interna. Es una herramienta; no un fin.
La propuesta de la neuroafirmación —centrada en el orgullo, la aceptación y el derecho a existir sin pedir disculpas— es necesaria y poderosa. Pero no debe usarse como bypass del dolor. Para muchas personas, no hay orgullo posible sin un trabajo adaptado, sin una red social, sin acceso a un diagnóstico. Afirmar la neurodivergencia no puede ser un privilegio reservado a quienes ya están relativamente bien. Por ello, el camino pasa por una mirada integradora: afirmar la diversidad sin negar el sufrimiento que muchas veces conlleva vivir en un mundo que no la contempla.
Lo que podemos hacer entonces, nosotras, como psicólogas es acompañar a las personas desde un enfoque que combine validación, realismo y dignidad. Reconocer las barreras sin reducir a nadie a sus dificultades. Apostar por transformaciones sociales (educativas, laborales, relacionales) que no obliguen a la adaptación forzada. Entender que no es la persona la que falla, sino el sistema que no contempla la pluralidad de formas de vivir. Nombrar cuando haga falta, y también permitir que algunas personas no quieran ser nombradas.
Con todo, la neurodivergencia no es una moda, ni un diagnóstico más. Es una manera de estar en el mundo que reclama lugar, voz y respeto. Y en ese camino, hay espacio para el dolor, la lucidez, el deseo de cambio, y también para el orgullo y la esperanza.