¿Para qué nos sirven las emociones?
Las emociones están profundamente ligadas a nuestra supervivencia. No son algo accesorio ni «irracional», sino una brújula interna que nos orienta ante lo que ocurre dentro y fuera de nosotras. La palabra emoción proviene del latín emovere, que significa “mover hacia fuera”, lo que ya nos da una pista de su función esencial: movilizarnos, ponernos en marcha, empujarnos a la acción.
Desde esta perspectiva, podemos agrupar las emociones en dos grandes bloques:
las que nos ayudan a sobrevivir individualmente (autopreservación) y las que nos ayudan a mantenernos en relación con los demás, algo igualmente crucial para nuestra supervivencia como mamíferos sociales.
Podría decirse que hemos llegado a la cúspide de la cadena alimentaria no por tener las armas físicas más poderosas (como garras, colmillos o veneno), sino precisamente gracias a nuestra capacidad social y a nuestra inteligencia colectiva. El ser animales sociales nos ha permitido organizarnos en grupos para cazar, recolectar y defendernos, transmitir conocimiento de generación en generación (a través del lenguaje, la cultura, las historias), colaborar en tareas complejas que un individuo solo nunca podría lograr, crear herramientas y tecnologías que suplen nuestras carencias físicas… También para la coeducación entendida como aprendizaje común. El aprendizaje no era individual, sino comunitario, la tribu era una escuela viva. Sin la vida en tribu, como individuos aislados, probablemente habríamos sido presa fácil para muchos otros depredadores. Pero nuestra fuerza está, y siempre ha estado, en la cooperación. Es lo que nos ha permitido no solo sobrevivir, sino dominar el ecosistema.
El rechazo social o el ostracismo ha sido uno de los castigos más duros que podía recibir un ser humano precisamente porque, durante miles de años, ser expulsado de la tribu era prácticamente una sentencia de muerte. Sin el grupo, no había protección, alimento, cuidado ni sentido de pertenencia. Por eso, nuestro sistema nervioso aún hoy reacciona con tanta intensidad ante el rechazo o la exclusión, aunque ahora no implique un peligro físico real.
Desde ahí se puede entender por qué buscamos tanto la aceptación, nos duele tanto el juicio o la exclusión, a veces nos adaptamos o nos silenciamos para no “salirnos del grupo”. Es impresionante cómo esa raíz evolutiva sigue viva en lo cotidiano, ¿verdad?
Emociones para la autopreservación
Estas emociones nos permiten protegernos, defendernos o adaptarnos a las situaciones que percibimos como peligrosas o desafiantes. Como señala Antonio Damasio: «Las emociones no nacen, sino que son parte de un sistema automatizado que nos permite reaccionar ante el mundo, de una forma inmediata y sin necesidad de pensar, con el cual ya venimos dotados desde el nacimiento».
- Miedo: Nos advierte de una amenaza o peligro (real o imaginario) y nos prepara para huir o protegernos. El miedo activa programas biológicos antiguos cuya función es mantenernos con vida.
- Asco: Nos ayuda a rechazar lo que puede ser tóxico, tanto física como simbólicamente. Es un filtro de lo que queremos cerca y lo que no.
- Rabia: Tiene dos vertientes claras: defensa y ataque. Por un lado, nos da energía para poner límites cuando sentimos que se ha cruzado una línea; por otro, nos impulsa a ir a por lo que deseamos.
- Tristeza: Nos acompaña en los procesos de pérdida y nos lleva a parar, a recogernos, a digerir lo que se ha ido. También nos permite reorganizar nuestras prioridades y aprender de la experiencia.
Emociones para el vínculo
Estas emociones nos ayudan a mantenernos conectados con otras personas, regular nuestra conducta social y sostener nuestras relaciones:
- Vergüenza: Aunque incómoda, nos muestra los límites sociales y lo que es adecuado para ese grupo. Nos señala que algo de lo que hemos hecho o mostrado puede alejarnos del grupo, y eso nos permite reflexionar y adaptarnos.
- Culpa: Nos avisa cuando hemos hecho daño a otra persona, vulnerado un vínculo o traspasado una norma muy importante para nosotras. Nos impulsa a reparar, a reconocer el daño y a volver al encuentro.
- Alegría: Favorece la conexión, el compartir, la celebración. Nos ayuda a vincular.
- Envidia: Aunque socialmente rechazada, puede tener una función adaptativa. Nos conecta con el deseo: al ver algo que otro tiene, puedo preguntarme si también lo quiero y qué necesito para conseguirlo.
¿Qué le pasa al cuerpo cuando sentimos una emoción?
Cada emoción deja una huella en el cuerpo: una postura, un gesto, una manera de respirar o de mirar. Son señales físicas que nos ayudan a identificar lo que estamos sintiendo, incluso antes de ponerle un nombre:
- Miedo: El cuerpo se contrae, hay tensión en el abdomen, se acelera el corazón, la respiración se vuelve superficial, se baja la cabeza o se encoge el cuerpo.
- Rabia: Se tensan los músculos, se activa la mandíbula, se aprietan los puños, hay calor o presión interna.
- Tristeza: Mirada baja, hombros caídos, respiración lenta, sensación de peso en el pecho o en el cuerpo.
- Vergüenza: Se baja la mirada, rubor facial, se encoge el cuerpo, deseo de desaparecer o esconderse.
- Culpa: Mirada evasiva, cuerpo recogido, tensión en el pecho o estómago.
- Envidia: Rigidez, mandíbula apretada, mirada fija o evitativa.
- Alegría: Apertura corporal, sonrisa, mirada brillante, energía expansiva.
¿Cómo se expresan las emociones para poder digerirlas?
La emoción también necesita una vía de expresión que permita liberar la carga acumulada en el cuerpo. Cada emoción activa un cóctel químico en nuestro cuerpo: neurotransmisores, hormonas y otras sustancias que movilizan al sistema nervioso para ayudarnos a responder. Estos compuestos no solo activan sensaciones físicas, sino que también necesitan liberarse o transformarse para que el cuerpo vuelva a un estado de calma. Esta expresión es lo que completa el ciclo emocional. Si no se da, esa energía queda retenida y puede cronificarse en forma de bloqueo o malestar físico y emocional. Te recomiendo que leas el post sobre el ciclo de la experiencia (se llama «La paradoja del dolor») para que puedas informarte más sobre lo que ocurre cuando bloqueamos este tipo de expresiones.
A continuación detallo de qué formas libera el organismo este cóctel para que estas sustancias químicas no queden circulando o acumulándose. Expresar la emoción están bien una forma de regular nuestra química interna.
- Miedo: temblar, vibrar, castañear los dientes, sacudirse (como hacen los animales después de una amenaza).
- Rabia: gritar, empujar, gruñir, golpear un cojín, emitir sonidos con fuerza, sacar la voz.
- Tristeza: llorar, suspirar, dejarse caer, moverse lentamente.
- Vergüenza: hablarla (sacarla de la ocultación), soltar el cuerpo en un entorno seguro.
- Culpa: reparar, pedir perdón, hacer un acto que restaure el daño.
- Envidia: reconocer el deseo, transformar la comparación en acción.
- Alegría: reír, cantar, bailar, abrazar, moverse con energía.
- Asco: activar la náusea, vomitar, arcadas.
Las emociones como mensajeras
Las emociones no aparecen porque sí. Son mensajeras que nos traen información valiosa sobre nuestras necesidades. El proceso suele seguir este camino:
1. Percibo algo con mis sentidos.
2. Esa percepción genera una reacción fisiológica y química (adrenalina, cortisol, serotonina, noradrenalina…).
3. Siento una sensación en el cuerpo (activación muscular, respuesta cardíaca, nudo en la garganta, estómago encogido, amplitud en el pecho, peso en los hombros…)
4. A esa sensación le pongo nombre: miedo, rabia, tristeza, etc.
5. Gracias a ese reconocimiento, puedo detectar qué necesito y actuar en consecuencia.
Desde la terapia corporal o enfoques como Somatic Experiencing (Peter Levine), se habla de completar el «ciclo de la emoción» a través de la expresión somática. Si no siento la emoción, o si la bloqueo, es muy difícil que pueda identificar lo que necesito ni tomar decisiones ajustadas. La emoción es el puente entre lo que me pasa y lo que puedo hacer con ello. No se trata de dramatizar, sino de permitir al cuerpo hacer lo que ya sabe hacer para autorregularse. Cuando bloqueamos esta expresión por razones culturales, educativas o personales, el cuerpo a veces somatiza lo que no pudo sacar. Esto puede generar síntomas como malestar físico (tensión muscular, dolores, insomnio…), ansiedad o tristeza sin causa aparente, irritabilidad o reacciones desproporcionadas, dificultad para estar presente o conectar con uno/a mismo/a…