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Presencias vacías: el móvil como coraza social

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Ana Martín Gálvez
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Seguro que te ha pasado. Estás en una comida con amigos, en una reunión familiar o en un grupo de trabajo y hay varias personas mirando su móvil. No están hablando por teléfono, ni atendiendo algo urgente. Están viendo vídeos, revisando redes o contestando mensajes. Sus cuerpos están ahí, pero su atención está en otra parte. Responden a ratos, comentan alguna cosa, pero no están realmente presentes.

Desde fuera puede parecer algo inofensivo. Al fin y al cabo, “solo están mirando el móvil”. Pero cuando esto se convierte en una constante, lo que ocurre es más profundo: hay una desconexión emocional, un corte en el flujo relacional. La persona se fracciona, se divide entre lo que está ocurriendo en el grupo y lo que está ocurriendo en su pantalla. Y en ese corte, se pierde mucho.

Se pierde la mirada del otro, los matices del tono de voz, las emociones que no se dicen con palabras. Se dejan pasar oportunidades de expresar, de empatizar. Se pierde también la posibilidad de sostenerse en la incomodidad, de aprender a estar sin saber qué decir, de regular la vergüenza, el miedo o la inseguridad que a veces aparecen en lo social.

Y esa es, justamente, la función que muchas veces cumple el teléfono: protegernos de sentir. Nos apartamos de la emoción antes siquiera de notarla. No hay un pensamiento consciente que diga “esto me incomoda, así que voy a mirar el móvil”. El gesto es automático, aprendido, casi imperceptible. Pero detrás suele haber una sensación difícil de sostener.

Desde la mirada de la psicología del apego y la regulación emocional, esto tiene mucho sentido. Cuando estamos en un grupo se activan de forma inconsciente nuestros sistemas de pertenencia, de seguridad y de alerta social. Si no hemos tenido suficientes experiencias tempranas en las que se nos haya sostenido emocionalmente en grupo, nuestro sistema nervioso puede interpretar lo social como una amenaza. El cuerpo se tensa, se agita, se siente evaluado. Y si no hay recursos internos para autorregularse —algo que se aprende a través del contacto seguro con otros—, buscamos fuera algo que nos calme. En este caso, el móvil. No solo nos distrae, sino que nos ofrece una especie de anclaje: algo que hacemos con las manos, con la mirada, con la atención, para no tener que estar del todo.

Pero cuando hemos tenido experiencias previas de seguridad en lo social —vínculos donde nos hemos sentido vistas, escuchadas y aceptadas tal como somos—, estar en contacto con otros seres humanos puede precisamente activar nuestro sistema nervioso parasimpático, a través del nervio vago ventral. Este es el sistema que nos permite sentirnos en calma, presentes, con sensación de conexión y apertura. Es lo que permite que bajen las pulsaciones, que respiremos más profundo, que aparezca la sonrisa y la mirada sostenida. Es decir, la conexión social segura no solo es un deseo emocional, sino una necesidad fisiológica: literalmente nos regula, nos ayuda a estar bien. Y al evitar ese contacto real, estamos perdiendo también esta herramienta natural de regulación que ofrece el propio vínculo humano.

Esto es especialmente llamativo en adolescentes y jóvenes. Si una persona ha construido buena parte de su identidad relacional desde esta evitación constante, si su “estar con otros” siempre ha ido acompañado de una vía de escape, es posible que ni siquiera sepa cómo estar presente. En cuanto aparece una emoción incómoda, necesita actuar: mirar el móvil, ir al baño, salir a fumar, beber algo… cualquier cosa que le saque de ahí. Es lo que desde la terapia Gestalt llamamos deflexión: una forma de evitar el contacto auténtico cuando la experiencia se vuelve demasiado intensa o difícil de sostener.

Recuerdo una paciente de unos quince años que me decía: “A veces saco el móvil y ni siquiera lo desbloqueo, solo lo tengo en la mano y lo miro como si estuviera haciendo algo. Así parece que estoy ocupada, que estoy conectada, pero en realidad es porque no sé estar sin hacer nada. Me siento menos vulnerable si tengo el móvil delante”. Ese gesto, aparentemente insignificante, era en realidad una estrategia profunda para no exponerse, para no sentirse fuera de lugar, para no tener que sostener su propio estar sola en medio de otros.

Lo preocupante es que esta forma de evitar se ha normalizado tanto que apenas se percibe. Miramos el móvil mientras esperamos, mientras caminamos, mientras comemos, mientras conversamos. Hemos perdido los espacios de vacío, de aburrimiento, de silencio. Todo tiene que estar lleno, estimulado, ocupado. Aparentemente lleno… pero internamente desconectado.

La psicóloga Sherry Turkle lo llamó “alone together”: compartimos espacio, pero no presencia. Interactuamos constantemente, pero a menudo sin profundidad. Lo que perdemos en ese proceso no es solo el vínculo con los demás, sino también con nosotras mismas: con nuestra capacidad de sostenernos, de regularnos, de estar.

Y cuando esta desconexión se repite una y otra vez, empiezan a aparecer sensaciones sutiles pero persistentes: “me cuesta conectar con la gente”, “siento que no encajo del todo”, “no noto interés real por mí”, “si desapareciera, nadie lo notaría”. A veces ni siquiera lo pensamos de forma tan clara, pero lo sentimos en el cuerpo: una incomodidad vaga en los encuentros sociales, una especie de frío interno, una tendencia a irnos antes de tiempo o a no terminar de abrirnos.

Con el tiempo, este patrón puede instalarse de forma más profunda. Podemos empezar a vivir lo social como un lugar donde no pasa nada auténtico, donde no hay espacio para mostrarnos de verdad. Y desde ahí, sin darnos cuenta, empezamos a retirarnos aún más. Hablamos solo de ciertas cosas, respondemos con monosílabos, evitamos encuentros espontáneos, nos justificamos con un “es que yo soy introvertida” o “la gente es superficial”, cuando en realidad lo que estamos haciendo es protegernos de sentirnos fuera o no vistos.

Es un círculo que se retroalimenta: cuanto menos presentes estamos, menos experiencia de conexión tenemos, y cuanto menos conexión sentimos, más miedo da exponerse. Así, lo que empezó como una estrategia para evitar la incomodidad termina confirmando la idea de base: que no encajamos, que no interesamos, que no somos suficientes. La estrategia de protección se convierte en una coraza invisible que nos aísla incluso cuando estamos rodeadas de gente.

Es posible que algunas personas no se sientan del todo reflejadas en este patrón. Quizá se consideran extrovertidas, sienten que socializan con facilidad, o no tienen la vivencia interna de estar desconectadas. Simplemente dicen que se aburren y que por eso miran el móvil, o que les gusta estar “al día” con sus redes, incluso en medio de una reunión social. Pero aquí también merece la pena hacer una pausa. Porque aunque no haya una sensación clara de evitación o de aislamiento, muchas veces debajo del gesto hay una incomodidad sutil: nervios, impaciencia, inseguridad, vacío… Y aunque aparentemente no pase nada grave, sí se van perdiendo matices. Se pierde la posibilidad de estar en un contacto más profundo, de entrenar la presencia, de desarrollar la capacidad de sostener silencios compartidos o tiempos muertos sin tener que llenarlos. Incluso las personas más sociales, más “de grupo”, pueden estar evitando sin saberlo. Y a la larga, esta forma de estar a medias también va modelando una manera de relacionarse: más rápida, más reactiva, menos íntima. Como si nos quedáramos en la superficie de los vínculos, aunque parezca que estamos dentro.

Por eso es tan importante recuperar la conciencia del gesto automático, del momento exacto en que dejamos de estar. No para culparnos, sino para abrir una puerta. Porque a veces, con solo un poco más de presencia —una mirada sostenida, una respiración más lenta, una pausa antes de sacar el móvil— puede empezar a cambiar todo.

Quizá por eso es importante empezar a hacernos conscientes. No para dejar de usar el móvil —no se trata de demonizar la herramienta—, sino para preguntarnos desde dónde lo usamos. ¿Estoy atendiendo una necesidad real o estoy escapando de algo que no quiero sentir?

¿Qué pasa si no hago nada? ¿Qué aparece si no me distraigo? ¿Qué siento si simplemente, estoy?

Recuperar el estar. Dar lugar al vacío. Sostener la incomodidad. Volver a mirar. Volver a habitar. Volver a sentir.

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Ana Martín Gálvez

Soy psicóloga clínica y humanista, formada en terapia Gestalt, sistémica y corporal integrativa. Acompaño procesos de desarrollo personal y de autoconocimiento desde la adolescencia hasta la adultez, tanto a nivel individual como grupal. Mi trabajo se centra en acompañar a las personas a explorar y comprender sus emociones, mejorar sus relaciones (incluida la relación consigo […] Ver más

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